Los acontecimientos
asociados con el inicio de la conquista tuvieron su origen en Cuba,
donde los españoles llevaban casi veinte años de haberse
establecido. Deseando expandirse, organizaron varias expediciones.
Una de ellas, encabezada por Francisco Hernandez de Córdoba, los
condujo en 1517 a explorar la costa de Yucatán y dio lugar al primer
contacto entre el mundo europeo y el mesoamericano. A esta expedición
siguió otra y a continuación una tercera en la que ya eran claros
los propósitos de conquista, asunto que implicaba precisar, entre
los españoles, diversas cuestiones jurídicas que definieran y
regularan los privilegios a que aspiraban los conquistadores.
La tercera de esas
expediciones involucró a mas de 600 soldados castellanos al mando de
Hernando Cortés y desembarcó en Zempoala, cerca del actual puerto
de Veracruz, en abril de 1519. Era un ejército privado, de
voluntarios que aportaban navíos, armas, caballos y otros recursos.
Su participación les daba derecho, eventualmente, a un botín o
privilegio más o menos amplio. Pero en este caso no estaban actuando
conforme a su propia ley, pues habían procedido sin el
consentimiento de su jefe, el gobernador de Cuba. Es paradójico,
pero había un barniz de legalidad en medio de acciones tan
violentas y prepotentes como las que acompañaban a esas huestes,
asunto que remite a los razonamientos con que España justificaba a
los ojos del mundo europeo su reclamo sobre América y los medios con
que la corona mantenía el control. Cortés tenía que legalizar su
situación. Para ello recurrió a la argucia de armar un cabildo para
su campamento, dándole la apariencia de una población -por entonces
imaginaria- : la Villa Rica de la Vera Cruz. Tal acto le permitía
legitimarse con respaldo en las prerrogativas municipales
castellanas, que otorgaban cierta autonomía. Con esa base legal el
ayuntamiento nombró a Cortés capitán general y justicia mayor.
En Castilla el poder
real se fortalecía a costa de señoríos y municipios recortando
privilegios de este tipo, pero en América toleraban irregularidades
si el proceso conducía a la sumisión o conquista de tribus,
naciones o señoríos, fuera para incorporarlos al imperio y la
cristiandad, fuera para captar sus riquezas y tributos. Estos
contradictorios fines daban a los que los españoles llamaban
descubrimientos y conquistas y los historiadores definen como
expansión imperial. Como quiera que se les llame, tales acciones
entrecruzaban intereses elevados (o que así podrían calificarse)
con otros muy terrenales y por ello se habían generado
incompatibilidades y discordias entre los castellanos asentados en
América. En este contexto se situaba la insubordinación de Cortés
y sus soldados.
Estos últimos no
estaban del todo seguros de sí mismos ni tenían un interés
uniforme en la aventura. El disgusto o el miedo empujaban a muchos a
regresar, pero Cortés se granjeó el apoyo de la mayoría, averió
los barcos en que había llegado e impuso una disciplina muy
rigurosa. Con la suerte echada, los conquistadores tuvieron que
seguir adelante, dividiéndose por razones de estrategia.
Por otra parte su
contradictorio mundo religioso, se alimentaba de la ilusión de que
el apóstol Santiago los guiaba en las batallas. No faltaba entre
ellos un clérigo, al que los miembros de la hueste, convencidos de
que la fe los redimía, recurrían en busca de bendiciones y
perdones. Los fundamentos ideológicos de la presencia de España en
América y los derechos que reclamaba sobre su tierra y habitantes
radicaban en la mentalidad de la época, que mantenía viva la
mística de la guerra de los españoles cristianos contra los
musulmanes. La conquista se justificaba – y se anhelaba- como
instrumento para la difusión de la fe cristiana y el predominio de
la iglesia.
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