Durante la ultima
parte del siglo XVIII, renació el interés por los fósiles,
que son los restos conservados de organismos desaparecidos hace mucho
tiempo. En los siglos anteriores los fósiles habían sido
coleccionados como curiosidades, pero generalmente habían sido
considerados o bien como accidentes de la naturaleza, piedras que de
alguna manera se parecían a conchas, o como evidencia de grandes
catástrofes como el Diluvio descrito en el Antiguo Testamento. El
agrimensor inglés William Smith (1769-1839) fue de los primeros en
estudiar científicamente la distribución de los fósiles. Cada vez
que su trabajo lo llevaba a una mina, a lo largo de canales o a campo
traviesa, anotaba cuidadosamente el orden de las diferentes capas de
rocas, conocidas como estratos
geológicos,
y recogía los fósiles de cada una de ellas. Finalmente estableció
que cada estrato, independientemente del lugar de Inglaterra en el
que se encontrase, contenía tipos característicos de fósiles y que
estos fósiles eran realmente la mejor manera de identificar un
estrato particularmente al comparar diferentes localidades
geográficas. (Aun hoy los fósiles son utilizados para identificar
estratos, por ejemplo, por parte de los geólogos en la búsqueda de
petróleo.) Smith no interpretó cómo y por qué se habían formado
los fósiles, pero sí pudo inferir que la superficie actual de la
Tierra había sido formada capa sobre capa con el transcurso del
tiempo.
Al
igual que el mundo de Hutton, el mundo visto y descrito por William
Smith era sin duda muy antiguo. Estaba comenzando una revolución en
la geología; la ciencia de la Tierra se estaba transformando en un
estudio del tiempo y del cambio, más que en un mero catalogar tipos
de rocas. Como consecuencia, la historia de la Tierra quedó
íntimamente ligada a la historia de los organismos vivos, como lo
revelaba el registro fósil.
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