Yo
mismo me di cuenta por primera vez de esta irreverencia de que los
grandes sabios son tipos de la decadencia
precisamente en un caso en el que es donde con más fuerza se le
opone el prejuicio docto e indocto: reconocí a Sócrates y a Platón
como síntomas de ruina, como instrumentos de la disolución griega,
como seudogriegos, como antigriegos (El nacimiento de la
tragedia, 1872). Aquel consensus
sapientium -lo fui comprendiendo
cada vez mejor- lo que menos demuestra es que tuviesen razón en lo
que concordaban: demuestra, antes bien, que ellos mismos, esos que
eran los más sabios, concordaban en algo fisiológicamente,
a fin de adoptar, a fin de tener
que adoptar del mismo modo una
actitud negativa ante la vida. En último término, los juicios de
valor sobre la vida, a favor o en contra, nunca pueden ser
verdaderos: tienen valor solamente como síntomas, se los debe tener
en cuenta solamente como síntomas, y en sí mismos tales juicios son
tonterías. Es absolutamente necesario alargar la mano y hacer el
intento de captar esta asombrosa finesse de
que el valor de la vida no puede ser estimado. Por
un vivo no, ya que sería parte, incluso objeto litigioso, y no juez;
por un muerto no, por una razón distinta. Así pues, que un filósofo
vea en el valor de la
vida un problema no deja de ser por tanto una objeción contra él,
un signo de interrogación puesto junto a su sabiduría, una falta de
sabiduría. ¿Cómo?, ¿es que todos esos grandes sabios no sólo
eran décadents, sino
que ni siquiera eran sabios? Vuelvo, empero, al problema de Sócrates.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario