domingo, 14 de junio de 2015

Friedrich Nietzsche: El crepúsculo de los ídolos; El problema de Sócrates; Aforismo IX



Pero Sócrates adivinó todavía más. Vio detrás de sus nobles atenienses; comprendió que su propio caso, su idiosincrasia de caso, ya no era un caso excepcional. El mismo tipo de degeneración se preparaba por doquier calladamente: la vieja Atenas tocaba a su fin. Y Sócrates entendió que todo el mundo lo necesitaba, que se necesitaban sus remedios, su cura, su artimaña personal de la autoconservación.... Por todas partes estaban los instintos en anarquía; por todas partes se estaba a cinco pasos de caer en grandes excesos: el monstrum in animo era el peligro general. <<Las pulsiones quieren hacer de tiranas; hay que inventar un contratirano que sea más fuerte>>... Cuando aquel fisonomista desveló a Sócrates quién era él, una cueva de todos los apetitos malos, el gran irónico pronunció una frase más que nos da la clave sobre él: <<Es verdad --dijo--, pero me enseñoreé de todos>>. ¿Cómo se enseñoréo Sócrates de sí mismo? Su caso no era en el fondo más que el caso extremo, el que más saltaba a la vista, de lo que entonces empezó a convertirse en la necesidad general: que ya nadie era señor de sí, que los instintos de volvían unos contra otros. Él fascinaba en calidad de caso extremo, su tremebunda fealdad la expresa a ojos de todos: fascinaba, según resulta fácil comprender, todavía más como respuesta, como solución, como apariencia de la curación de ese caso.

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